Los niños
españoles educados en la Escuela Primaria, antes de la gran reforma educativa
de 1970, aprendían unas cinco lecciones referidas a la historia de su patria en
la Antigüedad. Una de ellas, de las más importantes, rezaba más o menos así:
“Lo que España debe a Roma y lo que España dio a Roma”. La segunda frase se
resumía en cuatro nombres, los de los emperadores Trajano (98-117), Adriano
(117-138), Marco Aurelio (161-181), y Teodosio (378-395). En número no son
muchos, pero ningún conocedor de la historia del Imperio Romano dudaría en
afirmar que los cuatro figuran por derecho propio entre los veinte emperadores
más famosos. Los tres primeros pertenecen, al menos por línea paterna, a tres
familias de emigrantes itálicos asentados en la Bética desde bastante antes del
cambio de Era. Trajano y Adriano están vinculados con Itálica, la colonia
romana fundada a pocos kilómetros de Sevilla; el padre de Marco Aurelio fue
vecino de Ucubi, actual Espejo (Córdoba).
Los tres, junto
con Antonino Pio (138-161) personificaron el llamado “Imperio humanístico”,
considerado por los intelectuales romanos y por los europeos del Renacimiento e
Ilustración, como el período más brillante del Imperio: en su máxima extensión,
con una ejemplar Monarquía basada en la elección del mejor, y unos emperadores
mecenas de las artes y letras. Adriano y Marco Aurelio se dejaron las barbas
del filósofo clásico. Teodosio fue distinto. Nacido en Coca en el seno de una
familia de viejas raíces indígenas, es conocido como el Grande. De igual manera
que fue venerado en la Edad Media cristiana como el emperador ideal, fue
después criticado por los intelectuales de la Ilustración. Último emperador
romano que, aunque por poco tiempo, gobernó en un Imperio unido, fue el
fundador del Imperio Romano Cristiano, cuyas último rastro llegó hasta los
tiempos de Napoleón y, si se apura, hasta la Revolución de octubre de 1917. Los
españoles actuales, descendientes de los provinciales hispanos, tenemos motivos
para estar orgullosos de los cuatro.
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