Tras la conquista de las Galias, Julio César
era el héroe de Roma. Había extendido los dominios de la República a niveles
que nadie había soñado. Con sus legiones disciplinadas había demostrado que
nada es imposible para un general capaz y adorado por sus soldados. Su antiguo
aliado, Pompeyo, temía las ambiciones del César, más cuando ahora estaba al
frente de un ejército que le era más fiel a su comandante que a la República.
Para separarlo de su mando, Pompeyo convenció al Senado que César debía
presentarse inmediatamente en Roma. En caso de desobedecer, sería considerado
enemigo de la República.
César se encontró en un dilema. Si iba a
Roma solo, sus enemigos seguramente lo atacarían con infamias, y pondrían
objeciones a su postulación como Cónsul. Quién sabe, hasta podrían matarlo.
Entonces tomó la decisión que lo llevaría al
poder. Confió sus miedos a los veteranos que lo habían seguido a lo largo de 9
años, y éstos se ofrecieron para seguirle a Roma, a fin de asegurarse que su
general recibiese la compensación que merecía. Antes de partir prometieron que
renunciarían a su paga. Así las cosas, iniciaron su marcha hasta que llegaron a
un río llamado Rubicón, que separaba las Galias de las tierras romanas. Cruzar
ese río, era desafiar al Senado, oportunidad que Pompeyo aprovecharía para
iniciar las acciones contra Julio César. Del otro lado del Rubicón lo esperaba
una guerra civil de imprevisibles consecuencias. A orillas de este cauce de
agua, César dudó por unos instantes, para darse cuenta que no había marcha
atrás.
Alea jacta est. La suerte está echada.
El rumor corrió entre los habitantes, el
héroe de Roma se acercaba con un gran ejército.
A lo largo del camino fue aclamado y seguido
por la gente. Su poder crecía día a día, hasta que llegó a las puertas de Roma,
que lo esperaba con un recibimiento apoteótico. Pompeyo y los suyos había
huido.
El cruce del Rubicón tomó una importancia
simbólica, no solo en política, sino en cada acto de nuestras vidas, en las que
debemos tomar una decisión.
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